Esteban tuvo un sobrecogimiento al ver que el empleado recogía con una espátula la ceniza del piso crematorio y la depositaba en la bolsa de nylon.
Una vez finalizada la operación, pasó por las oficinas, firmó papeles y le entregaron con una fingida condolencia la urna que contenía las cenizas de su padre. Sonrió triste y salió. Subió a su auto, colocó la urna en el asiento a su lado y comenzó la marcha.
Condujo por la autopista a una velocidad media. Puso el adagio de Albinoni una y otra vez, porque pensaba que esa era la música que le hubiera gustado oír a su padre.
La mujer estaba al costado del camino, tenía una mochila en la mano y le hizo señas. Por un momento pensó en acelerar, pero sin razón alguna detuvo la marcha y estacionó al costado del camino. Mientras veía por el espejo retrovisor a la mujer acercarse, colocó la urna con los restos de su padre en el asiento trasero.
Cuando ella se sentó en el asiento donde hacía segundos estaba la urna, notó que era muy joven. Hola, le dijo, gracias por parar.
No tenés que agradecerme nada, dónde vas.
Ella acomodó la mochila entre sus piernas en el piso del auto y se alisó el pelo: no sé bien todavía, donde vas vos.
Él dudó antes de meter la primera: yo voy a la costa del mar.
Bueno, dijo ella, quizá yo vaya para allá también, voy a buscar trabajo.
El Falcon subió a la carpeta asfáltica y aceleró buscando las líneas regulares de la ruta.
Así que buscás trabajo, preguntó él.
Sí, dijo la chica, en realidad quiero independizarme y hacer mi vida y vos.
Esteban recordó a su padre que iba a sus espaldas.
Voy a tirar las cenizas de mi padre al mar.
Él pudo percibir el estremecimiento de la joven. Al fin preguntó, tu padre murió.
Él no contestó y ella se dio cuenta de lo absurdo de la pregunta.
Anduvieron algunos kilómetros sin hablar, hasta que ella giró sobre su asiento y descubrió la urna plateada.
Cómo era tu padre.
Él recordó a su padre años atrás cuando se había ido de la casa.
Era un tipo pintón, dijo al fin. En realidad me llevó muchos conocerlo y creo que nunca supe en realidad quién fue mi padre.
Una liebre cruzó velozmente la ruta a unos cien metros de ellos.
Recibía, continuó él, noticias de vez en cuando sobre su paradero, siempre con alguna mina nueva; al principio, cuando era niño, lo odiaba, pero con el paso de los años tenía muchas ganas de hablar con él, saber cómo era en realidad, qué le gustaba, qué pensaba del mundo, de la vida, no sé, esas cosas, curiosidad.
Y tu madre, qué te decía, preguntó la chica.
Mi madre al principio se consumió en el odio y luego en la tristeza. Creo que nunca se recuperó del abandono de mi viejo.
Al costado izquierdo del camino apareció un cartel que anunciaba que faltaban dos kilómetros para una estación de servicio.
En cambio mis viejos viven, dijo ella.
Hubo un silencio.
Yo me fui de casa.
El auto bajó la velocidad y entró en la estación de servicio. Antes de llegar al surtidor, Esteban dijo, o sea que estoy siendo responsable de tu huida, también.
El Falcon se detuvo ante el surtidor, un empleado se acercó vestido con ropas azules y blancas y una gorra con visera. Parecía un hombre de unos cincuenta años; bajando la ventanilla Esteban dijo: súper, lleno.
Mientras el tanque se llenaba Esteban vio de reojo el rostro de la joven: parecía una niña grande. Enseguida pensó que los padres debían estar desesperados.
Tus padres deben estar desesperados, dijo.
No tanto, dijo ella entrelazando los dedos, estaba en un campamento escolar en la montaña y anoche me fui. Tardará hasta que se enteren mis padres. Esto último lo dijo con cierto nerviosismo.
Esteban le pagó al expendedor y estacionó el auto al costado, cerca de unos camiones.
Vení, vamos a tomar algo, dijo él, llevó muchas horas de viaje ya.
Entraron en el maxikiosco.
Sentate en la cafetería, yo voy a buscar un café, vos qué vas a tomar.
Nada, dijo ella.
No, nada de eso, un café con leche y medialunas te hará bien.
A los pocos minutos Esteban venía con los vasos plásticos humeantes en la mano y unas medialunas.
Un camionero entró a la cafetería y fue a comprar cigarrillos. Luego se acercó a la mesa donde estaban ellos y preguntó: cómo está mi amigo, ese Falcon azul es suyo.
Sí, por qué.
Me parece que está perdiendo aceite, dijo echando un vistazo a la chica que tomaba de a sorbitos su café con leche.
Mierda, exclamó Esteban, hay algún taller por acá.
Mmmhh, pensó el camionero, no. Por este desierto de mierda no hay nada, adónde va usted.
A la costa.
Si quiere lo acercó a usted y su hija hasta allá y se viene con un mecánico.
Hubo un silencio. Esteban pensaba en las cenizas de su padre viajando junto al camionero y la chica, todos apretados en la cabina.
Lo pensaremos y le aviso mi amigo, dijo al fin.
Está bien, dijo el hombre, yo me voy a dar un baño y en un rato salgo.
La joven agradeció para sus adentros el uso del plural de Esteban.
Elina me llamo, dijo ella.
Él por primera vez sonrió débilmente:
Yo, Esteban. Un gusto conocerte, Elina.
To be continued.
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