ANTICONSEJOS


Ella se fue. Eso es todo. Quedó el aire boqueando en los rincones de estas paredes. Vacía la parte de su guardarropas, donde a la noche aparecen fantasmas que caminan hasta el baño y oigo su pis deslizarse hasta las profundidades subterráneas de este globo que nos contenía. Nada más. El resto de la humanidad es sólo una caravana sin rostro que avanza sin sentido.
La noche es el problema. El silencio, la ausencia de su cuerpo a mi lado. Y yo me dije: mejor, estaré sólo y viviré con mis tiempos propios, comiendo las comidas que me gustan. Nada de eso es cierto. Mi corazón la pide a gritos porque el imbécil no entiende que ya no lo aman más. Lo podés entender de una buena vez, le grito a mi corazón cansado, pero no entiende, se limita a buscarla cuando vamos por las calles atestadas de mujeres, todas distintas, todas lejanas, feas, sin gracia. Y nunca la encontraremos. El celular ya no se ilumina y salta como cuando entraba un mensajito de ella, aunque sea con esas dos palabras, profundas, pero que ahora suenan despiadadas en el recuerdo: “Te amo”. Nadie está preparado para el fin de amor. 
Ahora volví a fumar, rabioso y a comer inconcientemente todo el día. Todo lo devoro, comidas, Facebook, algunas páginas pornos buscando algún cuerpo parecido. Pero es imposible.
Abro los libros y están sus rastros, sus pequeños comentarios en lápiz en los márgenes dirigidos a mí, en esa relación dialéctica con la literatura que nos unió siempre. Ahora los libros son casi enemigos. Ella está allí.
Ella no está más. Como si hubiera muerto, como si un enorme astro gigante la hubiera devorado hacia el infinito. La vi irse, con su saquito rojo, en una mañana de domingo. Me di vuelta y no me volví a mirarla. No quería ese espectáculo de la partida. No había nadie en las calles y la ciudad bostezaba aún saliendo del sábado.
De pronto se acercan personas que me dicen que me quieren. Pero quien me interesa no me ama.
No tengo nada que la traiga de vuelta, algún objeto olvidado, un pretexto para llenar el vacío de las horas. Para llamarla y decirle te olvidaste el toallón que te gustaba, tendrás que venir. Entonces limpiaré el baño con lavandina como a ella le gustaba, los pisos brillarán y haré la cama, por si alguna flaqueza de la carne nos vence.
Pero ella no volverá. Entonces es inevitable contar los años que vendrán sin sus caricias, sin el olor de su piel, de su cabello, sin su voz. En los sueños pasa lejos también, con otro hombre, siempre con un estúpido que no sabrá amarla como yo lo hice: conociendo cada pliegue de su cuerpo, mirando cómo se ponían húmedos sus ojos antes del orgasmo.
El amor duele.
Duele como un cuchillo atravesando la carne en una mañana de invierno.

19 de Setiembre 2011- 19:42 hs


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