Ni los muros de Troya, ni las alcantarillas de Nueva York en su fétido esplendor, ni los voces de los gondoleros en las sucios canales de la Venecia antigua, ni las vértebras del caníbal que se arquea ante el cuerpo que engulle en el cielo virginal del éxodo, ni la sangre derramada en los tubos asépticos de los hospitales que duermen en los amaneceres que nunca veremos, ni los cuellos divinos de los reyes decapitados, ni el sabor a huesos mascados del Leviatán de los mares imposibles, ni ruido de las trompetas de Jericó, ni el imaginado sol de Marte.
Nada de eso nos salvará.
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