A mí se me encargó narrar esta crónica de los hechos para que los mismos no se pierdan en los anales de la historia, locución adverbial de profundas connotaciones escatológicas que trataremos de sortear.
En este pueblo el tema de la poesía es algo serio.
En realidad en todos los pueblos del mundo, sus vates son algo serio, pero en los últimos tiempos debemos reconocer que la poesía es la actividad de menor valor. En otras palabras y acudiendo a la implacable etimología: somos oficiantes minusválidos.
En cambio nosotros somos afortunados. En Morondanga, nuestro pueblo que debe su nombre a sus dos fundadores: José Adolfino Morondo y Justiniano Anga, sus habitantes asisten indefensos a una guerra que transcurre en las calles y en las sombras. Pero nadie parece entender y salen a sus actividades diarias con cara de aburrimiento como si nada pasara.
Era medianoche y estábamos reunidos en casa de Pichón Rivero. Habíamos bebido cerveza, leído nuestros poemas y hecho las correspondientes críticas diarias a la cofradía Las voces de la Claridad.
Suponíamos que a Menardo Puntano lo habían llamado los de Las voces de la claridad, porque hacía tres días que no sabíamos nada de él. Nos mirábamos y hacíamos silencio. Nadie quería pensar en una traición, pero los días pasaban y su ausencia era directamente proporcional a nuestra desconfianza. Menardo era un fiel luchador de nuestra causa, sabíamos de su desvelo por la crítica destructiva y la risa socarrona, pero también sabíamos de su anhelo de publicar cueste lo que cueste y Las voces de la claridad, tenían ese poder.
El poder del dinero.
Resumiendo, entre la crítica estéril y un libro lujosamente encuadernado que ostente tu nombre, hay un saltito de rana.
Para Plinio Sosa, era cuestión de esperar. Confiaba en Menardo. Pero Plinio era un contemporadizador.
-Es una estrategia para sacarle información –decía.
Apolonio Juárez prendió un pucho armado y la luz de la brasa resplandeció en la cara picada de viruela. Cuando Apolonio lograba este efecto visual, era señal de preocupación. Escupió los restos de tabaco adheridos a su lengua y dijo:
-Busquemoslo y acabemos con él.
Pichón fue hasta el cajón de su mesa de luz y sacó un revólver. Un treinta y dos heredado de la Guerra Civil Española. Miró por los orificios del cargador cerrando un ojo. Cargó las balas y con la punta del caño tocó el culo a su mujer que dormía y dijo:
-Encargate de las pizas.
-Dónde vas –preguntó la mujer, entredormida.
-Vos, encargate de las pizas que no se me quemen.
Salimos. En la calle llovía, siempre que tenemos acciones de esta índole, el cielo se encapota y nos acompaña. Esto había llevado a reflexionar a Menardo que nuestras acciones son divinas y trascendentes. Creo que todos recordamos esas palabras en silencio.
-Linda noche –dijo Plinio.
-Así es –contesté por decir algo.
-A Menardo algo le pasó –dijo Plinio tratando de llamar a la reflexión.
-Menardo nos cagó, Plinio –dijo Apolonio y nadie respondió.
Caminamos por la calle barrosa y nuestros pies hacían sopapas en el barro. Cuando llegamos al bar Gallo de Medianoche ya hacía media hora que había pasado el gallo. El gallo tenía el enigmático nombre de Bordiú, Pierr Bordiú, y Sander Maraí, el dueno del bar, tenía la costumbre de colocar al lujoso animal sobre la barra cerca de la medianoche para hacerlo cantar. A este canto se sumaba el acompañamiento en piano de Telonos Monk, que debía su nombre a dos razones: la primera porque dejaba gran parte de su sueldo en el telo Eros para todos, motel de Vustiman Castro, antiguo militante de la más dura izquierda luego devenido duro homosexual quien, para paliar su sentimiento de culpa por haber cambiado la dirección su vida, montó un motel de fácil acceso a las clases sociales más desfavorecidas para que palien sus deseos más abyectos. “Eros para todos, un motel que brega por la igualdad de sexos y el placer equitativo”, eslogan distribuido por Fort Nachón, antiguo albañil y actual pareja de Vustiman.
La segunda razón del nombre de Telonos Monk, era más artística: alguna vez tocó de telonero de Aníbal y los plañideros, banda de música ligera y superflua que contrataba periódicamente el Club de Razón y Progreso para entretener a las masas de Morondanga. A estos bailes solía concurrir Pichón Rivero en busca de alguna mujer de sencillas costumbres que lo arrastre un poco por los vicios mundanos.
Pero volviendo al tema del Bordiú, el inocente animalito había logrado interpretar algunas notas más complejas al oír tantas veces el piano desafinado de Telonos y se había transformado en la estrella del bar. Eso sí, había que ir antes de medianoche y esperar. Hubo un par de veces que no cantó. Sander argumentó problemas de garganta del indefenso animal pero la multitud rugió furiosa porque habían consumido y bebido sin obtener el espectáculo a cambio.
El bar Gallo de Medianoche tiene una concurrencia fija. Un grupo de pintores de nuestro palo, que van desde el arte configurativo al abstracto; cientos de poetisas que siguen nuestros pasos en la revista El ojo en la Melga, nombre campestre y telúrico ideado por Pichón Rivero, nombre, según él, que le transmitía olor a tierra arada, decía, tierra para ser cultivada y engendrada y era inevitable su irse por las ramas hacia las connotaciones sexuales.
Había poetisas y poetitas.
Respecto a la concurrencia femenina, llevábamos las de ganar. Al bar concurrían las más jóvenes porque nosotros éramos irascibles, machistas, mal educados e irreverentes. Las poetas viejas, fruncidas y elegantes, se iban al clan enemigo, acción que no reprobábamos.
Llamamos a Jazmín del Aire que andaba circulando por el bar en notable búsqueda de atención y la sentamos a nuestra mesa.
-¿Sabés algo de Menardo Puntano? –preguntó Pichón.
-No, ¿por qué?
-Sabés o no –dijo Pichón.
-No –dijo Jazmín visiblemente contrariada.
-Ta bien, andá –dijo Apolonio.
La chica se fue meneando el culo y Pichón por un largo momento que a todos nos incomodó, siguió el trasero de la chica con su vista.
-¿Qué hacemos? –pregunté.
-Mirá, Reartó –dijo Apolonio- vos sos el más joven y el más pelotudo en esto, yo hace años que estoy en Tierra Prometida y siempre fue igual. A Petit Tobares se lo llevaron, a Milagros Nocturno, también, a Samuel Peket y cuantos podría nombrarte –hizo un silencio-, resistir es una cuestión de honor, de ética, somos la guerrilla poética que queda en pie. Acá no hay lugar para blanditos, si estás dudando, tenés tiempo de pasarte al otro bando. Las voces de la claridad embanderan en diez minutos este pueblo de mierda con poemas que le canten al soberano y tienen un plato de comida todos los días.
-Pero yo no estoy dudando, yo creo en esta estética...
-Yo te digo nomás.
-Es fácil –dijo Plinio, tratando de calmar la discusión-, para ellos es fácil, tienen los medios.
Pichón sacó un libro del canasto de la bici que estaba a su lado, transporte que lo acompañaba hasta la cama, y leyó:
“La resistencia en literatura se parece a la juventud: no piensa en la vejez porque cree que nunca llegará, entonces es incansable.”
Nos miró a todos nosotros uno por uno con cara de badulaque.
-Y eso –preguntó Apolonio sacándose la carnecita de los dientes con un palillo.
-Es un libro de nuestros compañeros de lucha de Esperanza y Progreso, juntaron plata vendiendo chorizos en grasa del campo de Hermenegildo y lo editaron.
-Dónde –preguntó Plinio-, cómo hicieron.
Pichón miró el libro y dijo:
-Es una edición media chota, de todos modos, la tapa es de piel de oveja que allá les sobra, pero se ven lindos.
-Son poemas –pregunté.
-No es el manifiesto de su estética.
-Pero eso ya lo sabemos –gruñó Apolonio sin sacarse el palillo de los labios.
-Bueno pero la gente, no –argumentó Plinio.
Nos quedamos en silencio. Sabíamos que a los morondangenses le importaba un comino nuestra estética, pero no dijimos nada.
-Cómo hago para conseguir uno –pregunté.
-Mirá Tony –dijo Apolonio- no perdás tiempo en eso. Ahora hay que rescatar a Menardo.
-Para eso sería bueno conseguir un libro de ellos, hay que conseguir –cortó Plinio sin sacarse el cigarrillo de la boca en una curiosa imagen agresiva casi desconocida.
-De quiénes –preguntó Pichón.
-De Las voces de la claridad, de su manifiesto estético.
Nos quedamos en silencio. Todos nos preguntábamos por qué.
-Porque debemos estudiar cómo dar el golpe definitivo a estos tipos y para eso hay que saber cómo piensan. Hay que prepararles una celada.
Linda Meneadita, le llamaron los vecinos del barrio y nadie nunca se preguntó cuál era su verdadero nombre. Pichón la miró desde bajo el ala de sombrero ancha. Aspiró su puro:
-Hablá ¿estuviste con Menardo la última noche que desapareció?
Linda metió su pulgar en la boca y con un palito dibujó un corazón en el guadal de la calle.
-Sí, pero sean reservados.
-¿Y?
-¿Y qué?
-¿Qué pasó?
-¿Tengo que contar lo que hice? ¡Qué desubicados que son ustedes, eh! Serán muy poetas, pero son unos zafados.
-No, chiquita –gruñó Apolonio-, te preguntamos si notaste algo raro en la conducta de Menardo.
Linda bajó los ojos y sonrió:
-Sí, estuvo muy fogoso. Algo raro, porque siempre fue un plomo bárbaro: en medio de la situación se ponía a recitar un poema de un cuervo, y a hablar de la revista El ojo en la Melga, que sé yo y a mí se me iban las ganas.
-¿Notaste algo raro aparte de eso? –insistió Plinio.
-¿Y les parece poco?, estaba fogoso, ¿no les dije?
Apolonio se puso de pie y acercó su revólver a la cara de la chica:
-Sé específica, chiquita.
-Tenía hasta calzoncillos nuevos y no apagó el teléfono, yo cortaba clavos, mirá si llamaba la Caty.
Caty Adocenada era la joven esposa de Menardo, poeta también.
-Esperaba un llamado –afirmé.
Linda me miró y a pesar que tenía el revólver de Apolonio frente a su nariz, me sonrió. Me gustó.
-Escuchame –dijo Pichón con un libro en la mano- vas a entrar al edificio de la Eterna Felicidad y sacarás copias...
-¿Eh? ¿Qué les pasa a ustedes?
-Sshhh –interrumpió Apolonio- ¿no querrás que le digamos a tu novio qué hacés en las horas libres cuando él está en la Brigada Postsecuestro, ¿no?
A Linda comenzamos a prepararla para la misión. Lo primero que hicimos fue llevarla a un taller literario que nosotros dábamos en el Club Ganadero.
En realidad el taller agonizaba día a día. Los que nuevos reclutas que llegaban se iban a las pocas clases porque nosotros nos poníamos a recordar anécdotas nuestras y eso parece que a nadie le importaba. A fin de cuentas nadie escribía ni leía en la hora y media que duraba.
Con Linda Meneadita nos propusimos ser severos.
Primer día: El Decálogo del buen poeta.
-Primero –dijo Apolonio, levantando el dedo índice con unas hojas arrugadas en sus manos- amarás a tus maestros, Baudelaire, Homero Manzi, el Negro Orillero, Pascual Olguín, como a ti mismo.
Nos miró a nosotros:
-Pero, ¿quién fue el pelotudo que escribió esto?
-Por qué, che, si estuvimos todos de acuerdo -respondí.
-Pero cómo vamos a poner “como a ti mismo”, “como a vos mismo”, será, che, ¿cómo no nos dimos cuenta? Estamos usando el lenguaje de Las voces de la claridad. Bueno, a vé –dijo volviéndose a Linda- escribí, escribí.
-¿Cómo se escribe bodeler? –preguntó ella todavía sin sacar la vista del cuadernito.
-Be, a, u, de, e, ele, a, i, ere, e. ¿Entendiste?
Linda se tomó varios segundos que a nosotros nos pareció una eternidad.
-¿Listo? –preguntó Apolonio.
-Sí -dijo ella.
-¡Segundo! Anotá.
(CONTINUARÁ)
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