EL SEBO EN LAS TETAS


Sobre El Matadero de Esteban Echeverría

El objeto libro está sobre la mesa. Mesa, libro y verbo estar conjugado en presente. Esto daría un abanico infinito de continuidades, pero tomaré una y desecho el resto, condición básica del presente. Levanto el libro y lo abro en una de sus páginas donde se lee (siempre se lee, se lo está leyendo una y otra vez). “Ahí se mete el sebo en las tetas, la tipa.” Tal vez 1838, 1839. Revivo la soledad del trazo de Echeverría rasgando, hiriendo un papel en una compleja superposición de imágenes, tal vez observadas en el matadero que la historia sostiene que existió, contemporáneo a Echeverría. Pero el poeta no sólo veía un matadero violento, sino también un aguacero que no cesaba, una iglesia y un poder omnímodo. El sebo entre las tetas de la negra es una imagen demasiado representativa de la connivencia institucional de la época, que el viajero recién llegado de Europa, cree descubrir.

Echeverría, cuando describía el matadero, describía un mundo sórdido, fascinante. Fascinar, es engañar, hechizar, atrapar algo contra su voluntad. Por eso mismo la violencia del matadero, trastoca el alma romántica de Echeverría (probable reciente lector de Keats, Byron, Lamartine, etc) y lo seduce, lo atrae a la descripción hechizada de la negra corriendo con las tripas entre las tetas sudadas, una cierta afectación queda suspendida por el hedor del corral barroso y enmierdado, donde hombres y bestias apologizan un ritual tribal de caza, muerte y devoramiento del otro. Echeverría se deja fascinar por la violencia, en su descripción hay delectación, esa morbosidad por lo moralmente prohibido ¿Por qué? Una pregunta que cabe en el breve espacio de esta hoja, trae una respuesta que sobrepasa los límites físicos del mundo comprensible. A Echeverría no le cabía una respuesta (A Sarmiento tampoco: “¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!”) porque nunca abandonó su estatuto de artista, por más esfuerzos que hiciera para sentar las bases de un país moderno. Y como artista, la realidad suele ser más fascinante que digna de ser analizada. Cualquier intervención en ella, modificaría el transcurso de lo factible y cada objeto tiene su lugar, así como cada hombre su maciza consistencia corporal. Echeverría describe un matadero que no ve, pero la suma de todos esos elementos dispersos que ha visto e imagina (el niño, sentado sobre el poste y degollado por la fuerza de inercia del lazo cortado) hacen un matadero real e infinitivamente vivo.

La semantización de lo real sigue siendo patrimonio de la existencia humana, por eso queremos creer que los dragones existieron y que efectivamente San Jorge mató uno de ellos; queremos creer en los ovnis y sus seres enigmáticos; anhelamos una verdad definitiva para tantos misterios en el solo fin de objetivar una realidad que cada día, con la digitalización del mundo, se torna huidiza, inaprensible, blanduzca y por consiguiente sus bordes están indefinidos y en constante expansión.

El reventón execrable del unitario, al final del relato, es más una minimalización de la violencia que su descripción. De nuevo la fascinación delectable de ver aplastada, sodomizada, la cultura europea de Keats por cierta bestialización sudamericana donde la brutalidad es lo que mejor encastra con la realidad.

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