LUZ MALA (3)

III

Al otro lado de la línea de la pampa transcurría el mundo.
O sobre la ruta 7.
Cuando llegó el Turismo Carretera, lo fuimos a ver. Estábamos al tanto por la radio a la hora que pasaría por nuestra zona. Debe haber sido invierno. Sé que estaba frío y la ruta desolada. De pronto comenzaron a aparecer los falcons, los chevrolets, rutilantes, adormeciendo la tarde gris con sus motores. El número doce era Traverso. Era el más rápido decían por la radio, por lo tanto cuando pasó frente nuestro dijimos con mi padre: “¡¡fooooo!!”
-Mierda que va ligero el hijo ‘e puta –dijo mi padre, rebenque en mano, teniendo cortita la rienda del Colorao que paró las orejas y pegó una reculada ante el ruido ensordecedor del motor, según la radio, más rápido del TC.
Con el Colorao la historia era otra.

El Colorao era un caballo nuevo. Lo habían traído al campo para acostumbrarlo a las tareas diarias. Pero era rebelde y mi padre no soportaba la rebedía de los animales, ni la desobedencia.
Una tarde me lo prestó a mí con un mar de recomendaciones. Fuimos a recorrer. Andábamos por uno de los últimos lotes al trotecito. Él en una yegua mora que era su preferida. Yo, en el Colorao. De pronto, arriando unos animales levanté en vilo mi látigo para descargarlo sobre el lomo de ellos, pero el maldito se enredó en la cola del Colorao que sintió mi tirón cuando quise asentarlo con furia sobre el novillo. El látigo se ciñó al comienzo de la cola, en la parte más sensible y el Colorao comenzó una carrera desenfrenada hacia ningún lugar. Por primera vez sentí pánico. A pocos metros me seguía mi padre en la yegua, dando chistidos y órdenes de detención al animal desbocado. Pero nada. Yo miraba los ojos desorbitados del Colorao y tiraba contra mí la rienda con fuerza, sin ningún resultado. Sólo me restaba llegar hasta un alambrado y ver qué sucedía. ¿Saltaría? ¿Rodaría? ¿O se detendría al fin? Metros antes del alambrado apareció la cabeza de la yegua mora a mi lado y los brazos de mi padre.
El Colorao corrió por el campo hasta que el látigo se le cayó de la cola. Pero no sería la única vez que el caballo, menudo y brioso, me haría otra.
Una atardecer volvíamos de recorrer. Cruzamos el puente de madera del canal que atravesaba el campo y yo me bajé a abrir la puerta de alambre. Mi padre montaba el Colorao y yo el Oscuro. Abrí la puerta, pasé a pie con el Oscuro a tiro y mi padre, montado. Un segundo quedé tras los cuartos traseros del caballo. El Colorao se paró sobre las patas delanteras y lanzó una patada infernal sobre el indefenso cuerpo de un niño de doce años que recibió el golpe en el muslo derecho. Sentí que me elevaba por el aire y golpeaba, desarmado sobre los tensos hilos del alambrado.
Mi padre se bajó inmediatamente y vio mi bombacha negra de campo metida en el tajo que habían abierto los vasos lacerantes del Colorao en mi pierna. Me sentó cuidadosamente sobre el suelo, afirmando mi espalda sobre el alambrado. Me habrá dado recomendaciones, supongo, no recuerdo. Pero sí recuerdo que él tenía lágrimas en los ojos cuando subió al Colorao, lo azotó ferozmente y salió en una carrera desenfrenada hacia el casco de la estancia.
Era atardecer. El dolor en la pierna por momentos me desvanecía. Al lado, mirándome con ojos tristones estaba el Oscuro. Era un caballo gigantesco, buenazo hasta el extremo. Comía pasto y me miraba. La tarde caía y mi padre volvía con el Someca naranja desde la estancia, acelerado al máximo en una nube de polvo. El sangrado de mi pierna era reducido por la tela grafa que estaba incrustada en mi pierna.
Siguieron los cuidados de mi madre en casa. Mientras mi padre iba hasta la estación de trenes más cercana para llamar al patrón que venga a buscarme para llevarme al médico del pueblo. ¿Cuántas horas pasaron? No lo sé. Pero al lado de mi madre las horas de enfermedad eran soportables.

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