II
Mi tío venía en invierno. Camioneta F100 gris, rifles, balas. Todos los años se repetía. Chaqueta de cuero, gorra de orejas con cuerito adentro. Mi padre carneaba un cordero, lo asaba, comíamos y a las once o doce, era hora de ir a cazar. Cargábamos en la Ford las armas, un reflector cuya luz derretía la helada, batería grande y salíamos. Éramos tres o cuatro porque también se agregaba algún empleado de la estancia. Barríamos el campo de invierno con la luz del reflector buscando la presa. Mi padre, mi tío y yo íbamos en la caja de la chata. Yo al medio para no caerme. Apoyados sobre la cabina de la camioneta, uno o dos con las carabinas listas y otro manejando el reflector. Hasta que aparecía la liebre.
-Ahí, ahí –gritaba alguno con la voz en susurro.
Lo ideal era enceguecerla con la luz. Se quedaban quietecitas con los ojos fijos en el reflector desde donde vendría la bala definitiva.
Pero otra veces, el reflector se clavaba en la presa, ésta saltaba y corría desesperada. Entonces el conductor, ya avisado, aceleraba y la camioneta se bamboleaba peligrosamente siguiendo al animalito por el campo. Los tiros se sucedían, esporádicos hasta que algún plomo daba en el blanco. La liebre daba un salto y caía rodando en el pastizal seco. Había gritos de alegría y yo sentía que los huevos me crecían en las piernas. Había que bajar, buscarla y rematarla degollándola y la cargábamos.
El zorro era rápido y la presa más buscada. Se pagaba bien su cuero. Cuando se encontraba alguno, la Ford bramaba y sus ruedas escarbaban la tierra en la aceleración. Aparecían varias carabinas y el tiroteo era tupido. Muchas veces los perdíamos.
El amanecer nos encontraba destripando la caza. Los animales colgaban del alambrado de sus patas y los cuchillos, ágiles y eficientes, separaban la piel de la carne. Los perros comían las vísceras lamiendo sus hocicos y mis dedos, agarrotados por el frío, se calentaban en las tripitas aún tibias de los animalitos, colgados de los alambres como banderas del despojo.
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