I
Era noche clara de invierno, o era verano, no recuerdo, lo que sí recuerdo era que había luna llena y lejos de casa vimos pasar un falcon blanco, o era el resplandor plateado de la luna sobre la capota del auto. Pero sí pasó a lo lejos, vi, clara, la figura respladeciente del auto cruzando los alambrados y perdiéndose en la penumbra hasta llegar a las osamentas.
Mi papá decía que en las osamentas aparecía la luz mala.
-¿La viste, la viste? –me preguntaba algunas noches mientras miraba el horizonte difuso de la noche campesina.
Nunca la vi. Clavaba mis ojos en la oscuridad, mientras a mi lado con la respiración expectante mi padre insistía en que la viera.
Mi madre, en cambio buscaba respuestas racionales: momentos después, en la luz blanquecina del farol a gas, mencionaba que en realidad la luz de la luna llena ejercía un efecto rebote sobre el fósforo de los huesos, produciendo un efecto visual, que era generado por no sé qué. Eso me tranquilizaba. Pero también me decepcionaba: quería creer que había algo más allá de la vida que mis ojos registraban a diario.
Al día siguiente, me acercaba a las osamentas. Miraba los huesos que emblanquecían al sol, pero no descubría nada. Habían perdido el misterio que tomaban a la noche.
El rastro del auto estaba. Nuestro patrón tenía un falcon, pero era incomprensible que viniera a altas horas de la noche y entrara al campo –está bien: era suyo- y no pasara por la casa del capataz, es decir, de mi padre, quien escondía la mirada si yo preguntaba.
A Villalba mi madre le daba de comer en el comedor. Nosotros comíamos en la cocina. No era gentileza. Villalba olía como para voltear a un toro. Era tractorero. Después de sudar y tragar tierra un día entero en el Deutz, Villalba volvía a su casilla, se daba un baño con jabón blanco, se peinaba prolijamente, y se ponía la misma ropa que llevaba innumerables jornadas de transpiración y tierra. A las doce en punto se sentaba a la mesa redonda del comedor, donde mi madre le había dejado una olla con la sopa y otra con el puchero. Era un hombre enorme, blanco, con una voz afinada, que leía metódicamente la revista Gente y Siete Días. Tenía pilas de ellas en la casilla rodante. Villalba siempre estaba ansioso por hablar con alguien. Me pregunto qué habrá pensado de nuestra decisión de darle de comer solo, oyendo en la habitación contigua, una familia que conversaba animadamente, reía y parecía ignorarlo. Dos mesas separadas en la inmensidad del campo. Las decisiones de mi madre no se discutían.
Por boca de Villalba sabía del otro mundo. Los guerilleros, decía, se drogan para matar, uno les tira y tira balas y hasta que no les sale la última gota de sangre no mueren, decía con cara de satisfacción. ¿De dónde sacaba eso? De las revistas que apilaba en su casilla.
-Están endrogaos –decía-, están todos endrogaos.
Mi relación con las revistas era otra. De su pasado de señora de ciudad, mi madre había traído consigo una enorme cajas de Fotonovelas Nocturno. A la siesta mientras todos dormían, las sacaba de la caja y bajo las estanterías de medicamentos de veterinaria, me ponía a hojearlas. Me deleitaban esas mujeres que desfallecían de amor y daban su vida por él. Sentado con las piernas cruzadas, hojeaba fotos de un mundo lejano, de lujo, con automóviles caros, ropa elegante y vidas intensas. Afuera, el verano caía sobre el campo y se oía el mugido de las vacas y las chicharras.
Pero mi madre también había traído de la ciudad el tango. Escuchaba todo el día Radio Rivadavia y adivinaba los cantores y los tangos antes que el locutor dijera: “acabamos de escuchar a ...”. Imaginaba mi futuro como cantor de tangos. Saco, corbata, sonrisa amplia y tono tristón. Rodeado de éxitos y dinero.
Las fotonovelas Nocturno, el tango, la revista Siete Días, era parte de un mundo que desconocía.
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