Preparó el desayuno esa mañana, y cada movimiento de ella me hacía recordar el condenado poema de Prévert. Dijo que necesitaba aire, saber qué le pasaba, que era sólo una “oportuncrisis”. Nada de eso lo creí: sabía que jamás volvería a pisar el umbral de mi departamento. Sus manos avanzaron hasta el roce. Esa mañana su rostro era de más niña que nunca: me concedí un acto indulgente de piedad, intenté retenerla, mostrarle qué tanto desnudos estábamos los dos ante el dolor del mundo; que ha nadie le importaba lo que nos pasaba. Era invierno: ella echó su abrigo sobre sus hombros y se fue.
Así de sencillo.
En los días que vinieron no paró de llover en mi corazón cansado. Sí, comprendí todo aquello de que cada uno busca la felicidad a toda costa a través de la presencia del otro.

Pero la vida juega a la ruleta con nosotros.
Entonces, un día, un encuentro, un llamado por teléfono, otra voz, alguien que piensa en nosotros nuevamente y los días corren veloces sobre la tierra y nos restaura algo del elemento perdido. Otra vez la leve modelización del amor sobre otra piel, otra vez el temor de sabernos desnudos, indefensos ante el borrador que se escribe de nuevo. Otra vez la ceguera ante la puerta que se abre, el éxtasis y el abismo. Vivir: ejercicio de nadar en la red tejida de los sueños.
La vida todo te enseña, sólo si lo has vivido.
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