
Me dejó sin palabras. Cualquier admonición
académica a esa altura era estéril, no agregaba nada a sus palabras.
Fugazmente, pensé en cuánto le quedaba por
vivir, por sentir, por descubrir en esta vida a la que hemos sido arrojados.
Pensé que seguramente ella me trascendería, amaría, tendría hijos y envejecería
como cualquier mortal. Pensé en esa potencia inescrutable que es la literatura
que nos unía inexorablemente en un lugar espacio tiempo del mundo al menos por
unas horas, nos hería de finitud y desnudaba nuestra contingencia.
Quién necesita amar lo inescrutable para
vivir cada día. Oficio penumbroso y diáfano a la vez.
Está bien, dije, siéntese ahora.
Y se sentó. Volví a mirar el tema del día que debía dar en mis anotaciones; tomé aire y resolví, como siempre, como desde hace años que
lo hago, aunque el oficio se confunda con el amor y el desdén de las planificaciones
escolares, tomar un libro y empezar a leer: “Pienso que en este momento / nadie
piensa en mí,…”. Ellos me oían; algunos con sus mandíbulas apoyadas sobre sus
manos; otros recostados sobre sus asientos; otros, mirando distraídamente hacia
la ventana, a través de la cual se veían los árboles humedecidos por la garúa
gris.
Agradecí mi oficio, agradecí la palabra,
agradecí tener voz para darle vida.
Era sólo un día más. Irrepetible como un día
más que pasa y no vuelve: fugaz como la vida misma y, a la vez, tan eterno "como el agua y el aire.”
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