Si sostememos demasiado la mirada frente al espejo puede ponernos incómodos aquella imagen, resplandor opaco de lo que somos. El espejo intenta ser el solar absoluto de una totalidad que no nos representa; en todo caso, nuestra existencia se parece más a un deslizamiento imperceptible, apenas el roce de un fantasma eterno que jamás alcanzamos: nosotros mismos, la pasividad del ser.
Algo de esto sobrevive en el arte, un monitoreo del alma que titila en una revelación extraña, un poder de aceleramiento en busca de la imposibilidad: el medio de conjurar la fascinación de la proximidad inmediata a algo que no nos pertenece, pero sin embargo, íntimamente es nuestro. Porque el absoluto tiene alguna esencia del origen y el origen es, privadamente, de todos.
Algunos fáciles prestigios obtenidos en el campo del arte hoy en día, olvidan la exigencia de la obra. Y sino, cabría preguntarse ¿por qué Rimbaud huye al desierto africano abandonando su precoz tarea de poeta? ¿Qué rostro insostenible de espanto descubrió en la tenaz fatiga de las palabras?
El arte es presentir, pre-sentir, construir profundamente la otredad, algo de la muerte de sí que cada uno lleva, ese pasaje de la oscuridad a la luz. Un puente a la experiencia universal de lo lúcido, o en todo caso, al dominio de lo Incierto, la única tarea de emancipación posible para este mundo aplanado por tanto fluir vacío.
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