Pensar que su vida
había sido un regalo del cielo, era lo que más le satisfacía. Eso lo decía
constantemente. A los embates oscuros y tropiezos normales que tiene cualquier
hombre corriente en este empedrado camino de la existencia, los había
maquillado de tal manera que se disimulaban ante los ojos del prójimo, es
decir, sus colegas atribulados de problemas que acompañaban sus jornadas
laborales. En rigor de verdad, no es que a los demás, es decir, esa masa
indescriptible llamada prójimo, le sucedieran más cosas fatales que al
protagonista de este relato. No, para nada, sólo que nuestro héroe se
contentaba con demostrar que a él siempre le iba mejor y caía parado como un
gato lo hacía desde el séptimo piso. ¿A
qué se debía esa curiosa manía de decir que era un hombre de suerte? Hasta
ahora nunca he encontrado respuesta a este interrogante.
Courbet |
Paralelamente a esa
vida casi paupérrima que llevaba, a nuestro amigo le gustaban las películas de
héroes. A ver, entendámonos bien: no hacemos referencia a la figura del héroe
de la tragedia griega que da la vida por una causa tan vasta que excede su
pobre condición humana, sino a las películas de héroes de Hollywood, ese
inhóspito lugar de ideas creativas y
profundas que ha pintado a la humanidad en la enorme división de buenos y malos,
sin dejar abierta la fisura alquímica de los grises.
En resumidas
cuentas, Alpino habían llamado sus padres a ese bebé regordete que había nacido
un martes trece de hace casi cuatro décadas atrás. Ustedes, lúcidos lectores,
dirán: ¡qué previsible! ¡Era lógico y probable que hubiese nacido un martes
trece y como respuesta defensiva ante la mala suerte, pregonara a diestra y
siniestra, su calidad de suertudo! Pues debo confesar que a este pobre testigo no
ha elegido la fecha de nacimiento ni las paganas y pueriles connotaciones que
la humanidad le ha atribuido al desgraciado número y su correspondencia con el
día de la semana en cuestión. Las cosas son así y es mi deber, o al menos mi
deseo, seguir narrando la historia de Alpino.
Lo más contradictorio
era que su suerte distaba mucho del aspecto económico. Su fortuna estaba en la
capacidad amatoria de Alpino y en dejar los corazones destrozados de las
desdichadas féminas. Hecho, a ciencia cierta erróneo, porque las mujeres que él
habíase jactado de amar, llámense, según el improbable estado civil que nuestra
sociedad reclama para sus ciudadanos, solteras, casadas, viudas y/o separadas
recientes, le habían prometido amor con tan poco desparpajo que cualquier
persona que entienda que las mujeres de siglo veintiuno distan mucho de
aquellas de la Edad Media que nuestro Alpino había leído en el Decamerón de
Bocaccio.
¿Razones? Como
testigo invaluable de estos hechos, debo decir que era la falta de amor, o de
reconocimiento, sino ¿qué otra razón puede llevar a un hombre a acostarse con
numerosas mujeres sino el desierto amatorio? La falta de seguridad en sí mismo.
¿Eh? ¿No les parece? Eso le dije yo cuando una vez me acosté con él absorbida
por la curiosidad. Porque yo puedo ser ama de casa, pero también soy profesora
de yoga y leo y me instruyo. Pero no quiero salirme del tema en cuestión, es
decir, del papel de narradora que me ha tocado ahora. Mientras se calienta la
leche de los chicos y antes que éstos pobres angelitos de Dios se levanten, les
voy a narrar lo que me enteré y lo que pude saber por propia boca de Alpino.
Alpino vivía solo,
condición básica para el despliegue de sus aventuras. Alguna vez había estado
enamorado de verdad. A ver, dejemos en claro que el ser humano ama una vez,
como dice la afamada canción. Sin embargo, en los ojos de Alpino, había
condescendencia, cuando no, vulnerabilidad ante la caricia femenina. Porque
cuando él amaba a una mujer, parecía que realmente la amaba, ¿se entiende?
Sepan disculpar que sólo soy profesora de yoga y no soy Agatha Christie ni nada
de eso. En otras palabras, pero que al fin y al cabo dicen lo mismo: Alpino no
engañaba a sus eventuales víctimas. Con el tiempo me di cuenta que eran ellas
las que lo engañaban a él, y me incluyo en la triste lista. Era un especie de
samaritano sexual, por decirlo de alguna manera, entonces cuando ellas se
satisfacían de un hombre que le dijera cosas bellas o cochinas aunque sea una
noche, luego prescindían de él como un par de zapatos viejos, o menos que eso,
porque a veces un par de zapatos nos puede gustar tanto que cuando lo dejamos
de usar, da no sé qué tirarlos. En todo caso, puedo aventurar que Alpino valía
menos que un cancán, de aquellos que se corren el hilo cuando lo usaste una vez
nomás.
En definitiva, lograr
que Alpino se me acercara no fue difícil. Pero ya estoy contando cosas
privadísimas de mí y no era ésa la idea.
Cada vez que Alpino
aparecía por mi clase de yoga, se tornaba difícil la concentración. Todos piensan que el yoga es sólo para un
grupo de mujeres con mucho dinero y pocas cosas que hacer, lo cual en cierta
manera, es cierto. Sin embargo, muchas veces nos encontramos meditando más allá
de los meros ejercicios de respiración, actividad que nos traía beneficios
tales como pensar en el sentido de nuestras vidas. Este hecho de profundas
raíces filosóficas, tiene una sola finalidad: el amor. Porque por alguna oscura
razón, al sentido de la vida lo encontramos si eso va acompañado con el amor,
es decir, con sentirse amada y todas esas convenciones sociales que apañan
nuestros días. Entonces, como les decía, luego de los ejercicios respiratorios,
que nos dejaban a todas flotando en las certezas de lo incierto, frase por
demás asertiva de la condición humana, nos agarraba una melancolía de aquellas;
de aquella melancolía tipo Schopenhauer. Y allí estábamos, réplicas
impertérritas de la estatuita de Rodin, con las manos en los mentones algunas,
tiradas panza arriba otras; pero todas mirando sin ver, absortas en el infinito
inconmensurable de nosotras mismas, ese infinito que tiene un solo nombre:
saber quiénes somos. Allí se me ocurrió, dado que en esas humildes mujeres
trabajadoras del pensamiento había combustible
para que prenda la llama del pensamiento, hacer la lectura de pensadores filosóficos. Y
todo por el mismo precio, porque no podemos olvidar el aspecto económico. Luego
de profundas cavilaciones, esta vez yo sola, llegué a la conclusión como un
hallazgo: Alpino podría venir a hablarnos de filosofía. Porque olvidé decir,
digresiones obvias de una narradora principiante, que Alpino era profesor de
filosofía del secundario.
Alpino llegó una
mañana con un manual de filosofía del secundario. Nos miró a todas una por una
y esbozó una sonrisa, diría casi carnal. Todas sabíamos quién era él, y como andábamos
en la búsqueda del sentido de la vida y todo eso estaba inevitablemente relacionado
con el amor, él era el sujeto indicado.
Alpino Segundo era
el hijo menor de los cuatro hijos de un matrimonio de esforzados militantes de
los años ’70. Sí, de aquellos años cuando el mundo era una certeza: el mundo
estaba dividido en dos: los buenos, los malos. Una pequeña porción del mundo
restante estaba ocupada por los indecisos, a los cuales también se los llamaba
“tibios”. En otras palabras, a Alpino lo criaron entre sermones políticos
frente al televisor y la hostilidad de todos los parientes. Si nos preserváramos una opinión, podríamos
decir que Alpino necesitaba siempre que lo quisieran, que lo estimaran, que lo
confirmaran como un sujeto deseable.
(Continuará)
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